Vivir para cortarla
DE NOCHE POR LIMA, EN SU ANIVERSARIO. Dos amigos que se reencuentran luego de 20 años emprenden una afiebrada travesía por los bares limeños que marcaron su juventud bohemia y brutal. Un tour embriagante de ternura donde la ciudad nostálgica del ayer y la vital movida nocturna de hoy cohabitan en armonía y a media luz.
Por Rubén Barcelli
El cubilete de cuero es golpeado una vez más con atemorizante fuerza contra la mesa de fierro forjado con mármol. El juego del cachito, Callao cinco rayas, esa guerra nocturna entre “A” y “B”, se ha extendido demasiado.
“A”, celoso, mira el contenido y luego lo oculta detrás de una casita que forma con las manos. Anuncia:
—120—. Los ojos vidriosos, pero fijos en su contrincante. —Habla, ¿qué vas a hacer ahora?
En vez de responder, “B” enciende otro cigarrillo, el último de la cajetilla, con un fósforo Inti. Luego vierte aceite de oliva sobre un plato de tacu tacu. El lugar está casi vacío, como abandonado, igual que los percheros de las paredes que sobreviven en una época sin sombreros. El mozo de turno dormita en una mesa del fondo, mientras el barman prepara un capitán, mitad pisco quebranta, mitad vermut Cinzano, como manda la tradición. Más allá de las puertas abiertas de El Cordano: una lateral de Palacio de Gobierno, la estación de Desamparados, los estertores de una madrugada de verano.
Desde una rocola invisible, se escucha in crescendo La calle es una selva de cemento / Y de fieras salvajes, cómo no / Ya no hay quien salga loco de contento / Donde quiera te espera lo peor…
EL ASERRÍN ILUSTRADO
La cita se inició cuando anochecía apenas en las calles de Quilca y esa misma salsa pérfida estremecía las vitrinas luminosas, empotradas en las paredes del Queirolo. El mozo apunta el pedido: una res.
—¿Hace cuánto que regresaste al Perú?—. “A” enciende un cigarrillo, el primero de la cajetilla.
“A” y “B” conversan después de tanto tiempo, que ambos dudan que se mantenga en pie aquella amistad inmemorial.
—Vine solo por unos días, por las fiestas, me voy en la madrugada. Antes de irme quería tomarme un trago contigo pues, hermano— responde “B” y coloca hielos en el vaso vacío. Luego, un tercio de pisco, y el resto, full ginger ale. Con una cuchara de sopa, rocía la goma y la guinda. El vaso es ahora mitad oscuridad, mitad luz. Ambos líquidos conviven sin fusionarse. “B” intenta ponerle limón, pero el contenido rebalsa el límite vertical.
De pronto, en un arranque de furia, “A” derriba la mesa. Los recipientes se quiebran, líquidos mezclados con aserrín se escurren entre las comisuras del parquet.
—¡Te fuiste en el peor momento, en el peor!— grita “A”.
El mozo se apresura a limpiar y a entregarles la cuenta.
REOS DE NOCTURNIDAD
Hace 20 años era algo habitual que los botaran de un bar, como cuando frecuentaban el Palermo, el Dominó y el Zela, entre otros engranajes de aquel circuito borrascoso. Muchos han desaparecido o ya no son los mismos de antes. Pero uno se mantiene en pie, más que congelado. Fosilizado.
Para ingresar al Múnich es necesario descender a los subsuelos de la Plaza San Martín. La noche, los dementes ruidos de la ciudad decadente, desaparecen al cruzar la puerta ovalada, como un barril. Un pianista de otro tiempo continúa tocando boleros burdeleros. Las mesas siguen siendo ocupadas por grupos de amigos que ríen, por parejas que destilan sexo mientras se acarician con insolencia, por solitarios seres patibularios que fuman sin prisa.
—Me fui, pero regresé. ¡Aquí estoy, carajo!— dice “B”.
Hoy, con canas que se esconden bajo una gorra que siempre ha usado al revés, “B” contempla a su amigo envejecido, adolorido por los años.
—Cuando te fuiste, todo se estaba pudriendo, mi trabajo, mi matrimonio. Todo. Necesitaba escapar. Necesitaba noches como ésta, caminar sin rumbo, la conversa, el alivio—. “A” está visiblemente agitado.
En la penumbra, dos Erdinger, en vasos espigados y curvilíneos, reverberan seductoras: 500 mililitros de líquido sudoroso y efervescente.
—Pero, ¿y la gente? ¿Todos con los que parábamos? —quiere saber “B”, mientras bebe un sorbo prolongado.
—Desaparecieron poco a poco. Tú sabes, las obligaciones, los hijos, hay que levantarse temprano pues, hermano, hay que pagar las cuentas. Si no, después la mujer friega—. “A” enciende otro cigarrillo. —Ahora solo chupo con mi perro, cuando lo saco a pasear al parque.
—¿Qué? ¿Y los nuevos valores?— repregunta “B” y vuelve a beber. Esta vez es un sorbo delgado, casi instantáneo.
—No pasa nada. No entiendo a los chibolos. Se armó una nueva movida urbana en el Centro. Reggaetón, hip hop, fusión, cumbia, technocumbia y todo eso. Una vez salí con un grupo de practicantes de la chamba. Me llevaron a conocer los nuevos points —apunta esa jerga— como el Yacana, Estadio F.C. y el Bar de Grot, donde antes estaba el Negro-Negro. Me sentí completamente fuera de lugar y me fui. ¿Supiste que cerraron el Palermo? La puerta ha sido tapiada con cemento. Es como si nunca hubiera existido. Así como nuestro pasado.
—Entiendo.
—No entiendes nada.
—Claro que sí. Estar fuera no es fácil. Se extraña, se extraña mucho. Me paso la vida en aeropuertos. Viajo todo el tiempo, así es mi chamba. Siempre pido ventana para ver cuando aterriza el avión. Todas las ciudades son iguales desde el cielo. Lucecitas estáticas, islas terrestres. Sueño con que allá abajo está Lima y nuestra juventud salvaje.
—¿A qué hora te vas?
—A las 4.
—No creo, jugador.
LIMA, DEVÓRAME OTRA VEZ
Juanito alimaña, con mucha maña llega al mostrador / Saca su cuchillo, sin preocupación / Dice que le entreguen, la registradora / Saca los billetes, saca un pistolón.
Tal indiferencia lo enfurece aún más.
— ¡Habla de una vez por todas! ¿Me crees? —increpa “A” mientras lanza espesas bocanadas de humo a la atmósfera enrarecida de El Cordano.
“B” rehúye la mirada de su contrincante. Por primera vez, siente el frío de la derrota traspasando sus huesos. Lamenta haber aceptado el reto de “A”. El cenicero está colocado al centro de la mesa, encima de la apuesta, del ticket de avión. “A” deposita las cenizas y quema una de las puntas del papel.
—Apúrate o lo quemo todo y gano de todas maneras.
“B” se imagina en un taxi. En el check-in. En el Duty Free. Dentro de las mangas. Volando sobre el Pacífico.
—Doblo la apuesta —advierte, liberado por fin de su letargo—. Si dices la verdad, no me subo a ese avión y la cortamos con unas chelas. Si mientes, me voy ahorita y pagas la cuenta.
—Hecho.
“A” retira el cubilete. Dos dados blancos de puntos negros. Así es esto del azar.
El ticket se incendia en el cenicero, mientras la ciudad azul amanece allá afuera, a sus espaldas.
Por Rubén Barcelli
El cubilete de cuero es golpeado una vez más con atemorizante fuerza contra la mesa de fierro forjado con mármol. El juego del cachito, Callao cinco rayas, esa guerra nocturna entre “A” y “B”, se ha extendido demasiado.
“A”, celoso, mira el contenido y luego lo oculta detrás de una casita que forma con las manos. Anuncia:
—120—. Los ojos vidriosos, pero fijos en su contrincante. —Habla, ¿qué vas a hacer ahora?
En vez de responder, “B” enciende otro cigarrillo, el último de la cajetilla, con un fósforo Inti. Luego vierte aceite de oliva sobre un plato de tacu tacu. El lugar está casi vacío, como abandonado, igual que los percheros de las paredes que sobreviven en una época sin sombreros. El mozo de turno dormita en una mesa del fondo, mientras el barman prepara un capitán, mitad pisco quebranta, mitad vermut Cinzano, como manda la tradición. Más allá de las puertas abiertas de El Cordano: una lateral de Palacio de Gobierno, la estación de Desamparados, los estertores de una madrugada de verano.
Desde una rocola invisible, se escucha in crescendo La calle es una selva de cemento / Y de fieras salvajes, cómo no / Ya no hay quien salga loco de contento / Donde quiera te espera lo peor…
EL ASERRÍN ILUSTRADO
La cita se inició cuando anochecía apenas en las calles de Quilca y esa misma salsa pérfida estremecía las vitrinas luminosas, empotradas en las paredes del Queirolo. El mozo apunta el pedido: una res.
—¿Hace cuánto que regresaste al Perú?—. “A” enciende un cigarrillo, el primero de la cajetilla.
“A” y “B” conversan después de tanto tiempo, que ambos dudan que se mantenga en pie aquella amistad inmemorial.
—Vine solo por unos días, por las fiestas, me voy en la madrugada. Antes de irme quería tomarme un trago contigo pues, hermano— responde “B” y coloca hielos en el vaso vacío. Luego, un tercio de pisco, y el resto, full ginger ale. Con una cuchara de sopa, rocía la goma y la guinda. El vaso es ahora mitad oscuridad, mitad luz. Ambos líquidos conviven sin fusionarse. “B” intenta ponerle limón, pero el contenido rebalsa el límite vertical.
De pronto, en un arranque de furia, “A” derriba la mesa. Los recipientes se quiebran, líquidos mezclados con aserrín se escurren entre las comisuras del parquet.
—¡Te fuiste en el peor momento, en el peor!— grita “A”.
El mozo se apresura a limpiar y a entregarles la cuenta.
REOS DE NOCTURNIDAD
Hace 20 años era algo habitual que los botaran de un bar, como cuando frecuentaban el Palermo, el Dominó y el Zela, entre otros engranajes de aquel circuito borrascoso. Muchos han desaparecido o ya no son los mismos de antes. Pero uno se mantiene en pie, más que congelado. Fosilizado.
Para ingresar al Múnich es necesario descender a los subsuelos de la Plaza San Martín. La noche, los dementes ruidos de la ciudad decadente, desaparecen al cruzar la puerta ovalada, como un barril. Un pianista de otro tiempo continúa tocando boleros burdeleros. Las mesas siguen siendo ocupadas por grupos de amigos que ríen, por parejas que destilan sexo mientras se acarician con insolencia, por solitarios seres patibularios que fuman sin prisa.
—Me fui, pero regresé. ¡Aquí estoy, carajo!— dice “B”.
Hoy, con canas que se esconden bajo una gorra que siempre ha usado al revés, “B” contempla a su amigo envejecido, adolorido por los años.
—Cuando te fuiste, todo se estaba pudriendo, mi trabajo, mi matrimonio. Todo. Necesitaba escapar. Necesitaba noches como ésta, caminar sin rumbo, la conversa, el alivio—. “A” está visiblemente agitado.
En la penumbra, dos Erdinger, en vasos espigados y curvilíneos, reverberan seductoras: 500 mililitros de líquido sudoroso y efervescente.
—Pero, ¿y la gente? ¿Todos con los que parábamos? —quiere saber “B”, mientras bebe un sorbo prolongado.
—Desaparecieron poco a poco. Tú sabes, las obligaciones, los hijos, hay que levantarse temprano pues, hermano, hay que pagar las cuentas. Si no, después la mujer friega—. “A” enciende otro cigarrillo. —Ahora solo chupo con mi perro, cuando lo saco a pasear al parque.
—¿Qué? ¿Y los nuevos valores?— repregunta “B” y vuelve a beber. Esta vez es un sorbo delgado, casi instantáneo.
—No pasa nada. No entiendo a los chibolos. Se armó una nueva movida urbana en el Centro. Reggaetón, hip hop, fusión, cumbia, technocumbia y todo eso. Una vez salí con un grupo de practicantes de la chamba. Me llevaron a conocer los nuevos points —apunta esa jerga— como el Yacana, Estadio F.C. y el Bar de Grot, donde antes estaba el Negro-Negro. Me sentí completamente fuera de lugar y me fui. ¿Supiste que cerraron el Palermo? La puerta ha sido tapiada con cemento. Es como si nunca hubiera existido. Así como nuestro pasado.
—Entiendo.
—No entiendes nada.
—Claro que sí. Estar fuera no es fácil. Se extraña, se extraña mucho. Me paso la vida en aeropuertos. Viajo todo el tiempo, así es mi chamba. Siempre pido ventana para ver cuando aterriza el avión. Todas las ciudades son iguales desde el cielo. Lucecitas estáticas, islas terrestres. Sueño con que allá abajo está Lima y nuestra juventud salvaje.
—¿A qué hora te vas?
—A las 4.
—No creo, jugador.
LIMA, DEVÓRAME OTRA VEZ
Juanito alimaña, con mucha maña llega al mostrador / Saca su cuchillo, sin preocupación / Dice que le entreguen, la registradora / Saca los billetes, saca un pistolón.
Tal indiferencia lo enfurece aún más.
— ¡Habla de una vez por todas! ¿Me crees? —increpa “A” mientras lanza espesas bocanadas de humo a la atmósfera enrarecida de El Cordano.
“B” rehúye la mirada de su contrincante. Por primera vez, siente el frío de la derrota traspasando sus huesos. Lamenta haber aceptado el reto de “A”. El cenicero está colocado al centro de la mesa, encima de la apuesta, del ticket de avión. “A” deposita las cenizas y quema una de las puntas del papel.
—Apúrate o lo quemo todo y gano de todas maneras.
“B” se imagina en un taxi. En el check-in. En el Duty Free. Dentro de las mangas. Volando sobre el Pacífico.
—Doblo la apuesta —advierte, liberado por fin de su letargo—. Si dices la verdad, no me subo a ese avión y la cortamos con unas chelas. Si mientes, me voy ahorita y pagas la cuenta.
—Hecho.
“A” retira el cubilete. Dos dados blancos de puntos negros. Así es esto del azar.
El ticket se incendia en el cenicero, mientras la ciudad azul amanece allá afuera, a sus espaldas.
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