Cansado de verse bien.CRÍTICA / Libro Con espuma en la boca, de Andrés Emmerich
Escribe: Rubén Barcelli
Imaginen una fiesta a la que sólo han sido invitadas obras literarias peruanas: La ciudad y los perros y Un mundo para Julius conversan soberanas al pie del buffet, sintiéndose el objeto de todas las miradas. Muy cerca de la barra, Abril rojo y Guerra a la luz de las velas le hacen la guardia al mozo para que les vuelva llenar sus copas de vino tinto y blanco, respectivamente, mientras esperan la llegada de Hotel Lima. Todo se mantiene en un apacible orden hasta que un asistente rompe la uniformidad del aforo. Con espuma en la boca (Editora Mesa Redonda, 2007) aparece en la puerta vestido con un inarrugable terno azul marino y un membrete pegado en la solapa donde se lee: “Narrativa”. Los asistentes rumorean que el recién llegado no tiene invitación pero sí buenos contactos.
Así es como describiría la salida a la luz de la ópera prima de Andrés Emmerich. Como un libro angurriento que se quiere zampar a la fiesta, amparado en una influyente campaña publicitaria que logra que el despistado medio cultural local se trague el sapo y lo acepte como parte del gremio. Y aunque el libro tiene muchas virtudes, ninguna de ellas la valida como Literatura.
Veamos. Con espuma en la boca ha sido escrito bajo la estructura de un diario itinerante e inconstante que deambula entre Perú, Argentina y Estados Unidos. El protagonista, cargado de una rabia bobalicona, detalla sus numerosos –y frustrados– intentos de suicidio mientras arremete contra ciertos individuos que representan a las distintas clases sociales del argot cosmopolita y mediocre: un white trash gringo, un taxista limeño y su madre –regia representante de las alturas de Casuarinas–. Ellos, indefensos, son víctimas de los ataques del narrador, el cual los convierte en meros pretextos para sacar a flote un subtexto emocional y corrosivo: la intolerancia hacia los demás que justifica una vida de fracaso.
Esta línea asolapada y amariconada es tal vez uno de los mayores méritos de la obra, pero no llega a redondear un argumento estructurado. De ser un texto escrito con resentimiento, un vómito con remanentes de sangre coagulada, no pasa. Aquí un ejemplo:
Manejando un taxi todo el día, hora tras hora, día tras día, ¿para qué? Para llegar a tu casita miserable, con muebles baratos, manteles de plástico, televisor enorme y equipo de sonido. Ver a tu esposa rolluda, con la grasa formando varias tetas bajo sus tetas, con las uñas pintadas, permanente, mal vestida, que fue a la peluquería del barrio, que va a la iglesia, a la que ya no te quieres tirar. ¿Cómo pudiste casarte con ella? Pero no importa, total ya encontraste una amante, igual que Carmencito pero más joven y evidentemente más angurrienta: es la amante de un taxista. ¿Puede ser peor? Y tus dos hijos, ¿qué? Tienen un padre taxista, ¿crees que están orgullosos? ¿No crees que se dan cuenta de todo lo que no les puedes dar? ¡Si les pusiste cable! Ahí pueden ver todas las noches por la televisión que ellos no son rubios, no son lindos, no tienen auto, ni buena ropa, ni viven en una buena casa, pueden verlo todo y sueñan, sólo sueñan con eso y te aborrecen porque jamás se los darás (...) Hay muebles en mi casa que valen más que tú, que no hacen nada, vacíos. Cualquier cosa vale más que tú y tus horas detrás del volante. Así que no me mires, sigue, engáñate, pretende, actúa, pero eso sí, no me jodas a mí: no tienes ningún derecho. No sabes nada, concéntrate en tu taxi, en tu esposa gorda, en tu amante de medio pelo y en tu cerveza del Sábado (sic); con eso nos dejas a todos tranquilos.
¿Será entonces prosa poética? Menos. En las primeras páginas se pueden leer oraciones cortas, afiladas como dagas medievales. Pero es puro maquillaje. La vigorosa calidad narrativa que ilusiona con una obra portentosa se desploma de a pocos como un obeso que, una mañana, despierta con la inusitada idea de salir a correr a toda prisa. Con espuma en la boca se cansa antes de doblar la esquina. Incluso la historia queda colgando. El final apesta a “lugar común”, de taller, falto de la más mínima pericia.
Por estos motivos considero que el libro se acerca más a la catarsis emocional que a las evocaciones literarias. Son alrededor de cien páginas que dicen muchas cosas pero que al final no cuentan nada, más que el testimonio de un ser patético y aburrido que se queja de ser rico, de tener dinero y de ser huérfano. Un texto que debería de abarrotar los archivos psicológicos en vez de las estanterías de las librerías.
Y de pronto creo ver a Marcos –el protagonista– recostado a solas en la cama de su habitación. Parece inmerso en el epidérmico drama al que se refiere la canción –banda sonora– de la impresentable miniserie Esta Sociedad. Marcos se pone de pie mientras coloca delicadamente los audífonos del ipod en sus oídos. Se acerca a la ventana para contemplar al mundo. Lo odia una vez más mientras tararea: Estoy cansado de tener que verme bien… (sic).
Así es como describiría la salida a la luz de la ópera prima de Andrés Emmerich. Como un libro angurriento que se quiere zampar a la fiesta, amparado en una influyente campaña publicitaria que logra que el despistado medio cultural local se trague el sapo y lo acepte como parte del gremio. Y aunque el libro tiene muchas virtudes, ninguna de ellas la valida como Literatura.
Veamos. Con espuma en la boca ha sido escrito bajo la estructura de un diario itinerante e inconstante que deambula entre Perú, Argentina y Estados Unidos. El protagonista, cargado de una rabia bobalicona, detalla sus numerosos –y frustrados– intentos de suicidio mientras arremete contra ciertos individuos que representan a las distintas clases sociales del argot cosmopolita y mediocre: un white trash gringo, un taxista limeño y su madre –regia representante de las alturas de Casuarinas–. Ellos, indefensos, son víctimas de los ataques del narrador, el cual los convierte en meros pretextos para sacar a flote un subtexto emocional y corrosivo: la intolerancia hacia los demás que justifica una vida de fracaso.
Esta línea asolapada y amariconada es tal vez uno de los mayores méritos de la obra, pero no llega a redondear un argumento estructurado. De ser un texto escrito con resentimiento, un vómito con remanentes de sangre coagulada, no pasa. Aquí un ejemplo:
Manejando un taxi todo el día, hora tras hora, día tras día, ¿para qué? Para llegar a tu casita miserable, con muebles baratos, manteles de plástico, televisor enorme y equipo de sonido. Ver a tu esposa rolluda, con la grasa formando varias tetas bajo sus tetas, con las uñas pintadas, permanente, mal vestida, que fue a la peluquería del barrio, que va a la iglesia, a la que ya no te quieres tirar. ¿Cómo pudiste casarte con ella? Pero no importa, total ya encontraste una amante, igual que Carmencito pero más joven y evidentemente más angurrienta: es la amante de un taxista. ¿Puede ser peor? Y tus dos hijos, ¿qué? Tienen un padre taxista, ¿crees que están orgullosos? ¿No crees que se dan cuenta de todo lo que no les puedes dar? ¡Si les pusiste cable! Ahí pueden ver todas las noches por la televisión que ellos no son rubios, no son lindos, no tienen auto, ni buena ropa, ni viven en una buena casa, pueden verlo todo y sueñan, sólo sueñan con eso y te aborrecen porque jamás se los darás (...) Hay muebles en mi casa que valen más que tú, que no hacen nada, vacíos. Cualquier cosa vale más que tú y tus horas detrás del volante. Así que no me mires, sigue, engáñate, pretende, actúa, pero eso sí, no me jodas a mí: no tienes ningún derecho. No sabes nada, concéntrate en tu taxi, en tu esposa gorda, en tu amante de medio pelo y en tu cerveza del Sábado (sic); con eso nos dejas a todos tranquilos.
¿Será entonces prosa poética? Menos. En las primeras páginas se pueden leer oraciones cortas, afiladas como dagas medievales. Pero es puro maquillaje. La vigorosa calidad narrativa que ilusiona con una obra portentosa se desploma de a pocos como un obeso que, una mañana, despierta con la inusitada idea de salir a correr a toda prisa. Con espuma en la boca se cansa antes de doblar la esquina. Incluso la historia queda colgando. El final apesta a “lugar común”, de taller, falto de la más mínima pericia.
Por estos motivos considero que el libro se acerca más a la catarsis emocional que a las evocaciones literarias. Son alrededor de cien páginas que dicen muchas cosas pero que al final no cuentan nada, más que el testimonio de un ser patético y aburrido que se queja de ser rico, de tener dinero y de ser huérfano. Un texto que debería de abarrotar los archivos psicológicos en vez de las estanterías de las librerías.
Y de pronto creo ver a Marcos –el protagonista– recostado a solas en la cama de su habitación. Parece inmerso en el epidérmico drama al que se refiere la canción –banda sonora– de la impresentable miniserie Esta Sociedad. Marcos se pone de pie mientras coloca delicadamente los audífonos del ipod en sus oídos. Se acerca a la ventana para contemplar al mundo. Lo odia una vez más mientras tararea: Estoy cansado de tener que verme bien… (sic).
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