Sobre la marcha
CUANDO ANOCHECE EN MADRID. De copas. De bares. De tapas. La movida nocturna madrileña —la marcha— tiene muchos nombres pero un solo significado: bohemia. Es esa versión de la ciudad, a oscuras o a media luz, tan apasionante como su diurna cotidianeidad.
Por Rubén Barcelli
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Macu se despide así de Gonzalo:
—¡No me vuelvas a llamar en tu perra vida!
Y cierra la puerta del taxi.
Gonzalo me mira desconcertado, como buscando una explicación en mis ojos enrojecidos.
—¿Por qué me dijo eso?... ¿Por qué?
Arriba, tan arriba, todavía está la luna casi oculta por un amanecer naranja. Y abajo, nosotros, dos peruanos de pie en una esquina de la Gran Vía, en el centro de Madrid.
PEPE PARA FUMAR
Una semana antes había contactado a Gonzalo Fernández, un entrañable amigo a quien le perdí el rastro cinco años atrás, cuando tomó la temeraria decisión de dejarlo todo en Lima para convertirse en un joven escritor latinoamericano en Madrid. La última noche de mi transcontinental y cortísimo viaje sería la ideal para vernos: la víspera de un viernes de feriado no laborable en España.
Gonzalo llegó a las 11 pm a mi hotel, el Tryp, acompañado de Macu, su novia.
—Para empezar la marcha, vamos al bar de Amenábar —me dice ella, sonriente, como encantada por la labor, encomendada por Gonzalo, de ser la guía de nuestro city tour nocturno.
En una de las esquinas de la Plaza de 2 de Mayo se encuentra el Pepe Botella, café bar preferido por los intelectuales de moda en la ciudad. Allí donde el cineasta Alejandro Amenábar escribió los guiones de Tesis y Abre los ojos.
—El Pepe es de los pocos locales bohemios en Madrid con WiFi. Aquí vienes con tu ordenador, te pides un café, unas tapas y te pasas la tarde navegando —me explica Macu mientras entramos.
—Sí, y por las noches se llena de gente y de humo, como ahora, sobre todo en las zonas más cercanas a la barra, las más concurridas. Cuando un escritor o un músico quiere hacerse notar, quiere que lo vean y que hablen de él, viene al Pepe. Me hace recordar harto al Juanito.
Nos sentamos en una de las mesas del fondo, donde el ambiente es algo más callado y sombrío.
—¿O sea que esto es el Barranco de Madrid? —pregunto.
—En efecto. El barrio de Malasaña, el más bohemio de la ciudad —sentencia Macu.
—¿Conoces Barranco? ¿Has estado en Lima entonces?
—No, nunca, fíjate. Lo sé por los escritos de Gonzalo.
Macu no termina de acomodarse un cigarrillo Parisiennes en los labios, y ya él ha colocado la pequeña flama a sus órdenes. Ella le agradece con una sonrisa, aspira con delicadeza y lanza un humo delgado, casi instantáneo.
—Es mi fan española —explica Gonzalo y expele una densa bocanada de humo con una voz carrasposa y ahogada, a 30 cajetillas de asemejarse por completo a la de El Padrino.
—Se fuma mucho en España, ¿no?
—Casi tanto como se respira, tío… —responde Macu—. ¿No te provoca uno? Coge los que quieras.
El mesero trae los pedidos. Para Macu, una clara, bebida de moda en Europa compuesta por gaseosa y cerveza de barril. Gonzalo y yo lo mismo: cerveza Amstel en botella. Y para picar, unas tapas de lomo de bacalao con pimiento verde y cayena.
—Aquí fumo mucho más que en el Perú. Cuando escribo, tengo que fumar —dice Gonzalo.
—¿Sigues escribiendo entonces?
(Fernández publicó en Lima, antes de partir a Europa, la visceral y prometedora novela Por favor, no empujen.)
—Claro que ha seguido escribiendo, así nos conocimos…. —Macu es interrumpida por la vibración de su celular—. ¿Hola?... ¿Hola? No escucho bien. Voy a la calle para contestarte, ¿vale?
Cuando ella sale, Gonzalo deja el cigarrillo en el cenicero y acerca su rostro al mío mientras abre cuanto puede sus ojos verdes.
—Carroñero, así se llama mi nueva novela.
BOTELLAS SIN LEY
Noe. Ese es el nombre de la amiga de Macu, quien la llamó para sumarse al grupo.
A unas cuantas cuadras del Pepe Botella, los tres caminamos por la calle La Palma, donde Macu me señala los bares de tapas, discotecas de música electrónica y tiendas de tatuajes, reciclaje y artesanías que se asentaron en la zona durante los 80. Luego doblamos por San Vicente de Ferrer y tomamos Corredora de San Pablo, que desemboca en la Plaza de San Idelfonso.
—¡Que donde se viene a meter esta tía! —exclama Macu, y una mujer nos saluda entre grupos de jóvenes reunidos en círculos, sentados en el asfalto, en medio de la plaza.
—Noe, te presento a un compatriota de Gonzalo. Este su primer Botellón.
—Joder, tía, otro peruano… ¿No te basta con uno? —pregunta Noe, risueña, mientras busca alguna botella llena entre las tantas vacías desperdigadas en el piso. Encuentra dos. Una para Gonzalo, una para mí.
—¿Sos peruano vos? —pregunta uno del grupo.
—Así como en Lima nunca falta un arequipeño, en Europa nunca dejarás de toparte con un argentino —interviene Gonzalo antes de echar una carcajada.
—Que soy uruguayo, tarado… Mucho gusto, me llamo Fermín. ¿Entonces, vos nos podés explicar qué es una pollada?
—Gonzalo lo explica al detalle en uno de sus cuentos. Cómo se nota que no lo lees —se ríe Macu, orgullosa.
—Quiero tomarles una foto —interrumpe Noe con una cámara en las manos, y todos nos abrazamos por unos instantes.
—¡La poli! —gritan por allí.
Los vecinos de Malasaña, los que sí duermen, han llamado a la policía para disolver a esa reunión espontánea y masiva de jóvenes, tan típicas de las noches españolas.
UN RIBERA CON RACHEL
Macu, Noe y Fermín se pierden entre la multitud apenas se escuchan las bocinas y la llegada de las tanquetas. Gonzalo y yo corremos por calle Espíritu Santo hasta entrar a La Dominga, un bar de tapas.
Gonzalo revisa su celular. Macu le ha enviado un mensaje de texto.
—Las chicas y Fermín están en un bar, en Chueca, el barrio gay de Madrid. ¿Te parece si nos encontramos con ellos después? Odio esa mariconada…
—Claro, no hay problema —contesto mientras nos mantenemos en pie junto a la barra. El lugar está repleto.
—¡Una botella de Ribera del Duero y una fuente de patatas bravas, por favor! —grita Gonzalo—. Te va a encantar este vino, hermano, es de Compostela.
—Aquí escribo, por las tardes, luego del trabajo —continúa—. Y dime, ahora que estamos solos, ¿cómo está Lima?
—No sé, igual.
—¿Cómo que igual? —Gonzalo me mira como cuando me reveló el nombre de su novela, como cuando discutíamos sobre técnicas narrativas en esas tardes sin tiempo, como cuando éramos jóvenes.
—¿Cómo están las calles de Lima? ¿Cómo está el café Zeta? ¿Nuestros amigos?
Afuera comienza a llover. Una tormenta de ocaso.
—Todo ha cambiado desde que te fuiste, desde que nos abandonaste. La ciudad y nosotros.
—Could you pass me the salt, please? —me pregunta de pronto una mujer que en todo momento ha estado parada junto a nosotros, a mis espaldas, riendo con unas amigas.
Se la entrego y me quedo mirándola. Creo reconocerla.
—Oye, ¿esa no es Rachel Weisz?
—¿Quién?
—La de Constantine.
Gonzalo la observa como si fuera una botella vacía. Y me descifra:
—Recién te das cuenta de que estás en Europa… ¿no?
HUACHAFO MALONE’S
Seguimos caminamos, y de pronto comprendo por qué a la movida nocturna madrileña se le conoce como “la marcha”: junto a nosotros, hordas de seres entran y salen de bares, beben, ríen, gritan. Mientras esquivan los charcos de agua que ha dejado la lluvia, sus pasos remecen el piso adoquinado, como una marcha constante.
Abrimos las puertas corredizas, tipo Old West, del Molly Malone’s. El bar está casi vacío, solo algunos duermen en la barra.
—Ayer fue el Día de San Patricio. Los que ves son los irlandeses que siguen bebiendo —me explica Macu.
—¿Qué tal la pasaste en Chueca? —pregunta Gonzalo.
—Bien, todo bien. Fermín y Noe se quedaron bailando en una de esas discotecas pijas homo-hetero, de diseño.
—Hermano, aquí tienes que probar la que para mí es la mejor cerveza del mundo, la Guinness.
—¿Y ustedes qué tal? ¿De qué hablaron? —quiere saber Macu mientras su novio regresa de la barra con las tres copas sudando de espuma.
—De Lima, esa lejana ciudad gris.
—¿La de Vargas Llosa? —dice ella—. Esa es mi Lima, la de sus libros.
—¿Y cuál es tu Madrid, Gonzalo? —pregunto yo.
—Macu es mi Madrid.
—Ustedes los latinoamericanos son tan floridos.
—Tú eres mi España. Mi Europa entera.
—¡Qué huachafo eres! —exclamo.
Macu se acerca a Gonzalo y lo besa, muy despacio, mientras acaricia sus mejillas y su barba. Se muerde los labios por un instante. Y me mira:
—¿Qué significa “huachafo”?
—Señores, estamos por cerrar —interrumpe el único mozo en pie en el local—. ¿Queréis algo más?
—Ya me tengo que ir —Macu mira su reloj—. Son las seis menos cuarto. ¿Me pueden acompañar a buscar un taxi?
—Claro, cómo no. Gonzalo, ¿cuándo voy a poder leer tu novela?
—Pronto. Hay una editorial española interesada en publicarla.
—Entonces será cuando regrese a Madrid. Dentro de 1,000 años, tal vez.
—La leerás en Lima, hermano, en pocos meses. Porque voy a regresar, lo acabo de decidir.
Al escuchar esto, Macu mantiene un intrigante silencio durante nuestra última caminata. Hasta que se despide de Gonzalo.
Por Rubén Barcelli
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Macu se despide así de Gonzalo:
—¡No me vuelvas a llamar en tu perra vida!
Y cierra la puerta del taxi.
Gonzalo me mira desconcertado, como buscando una explicación en mis ojos enrojecidos.
—¿Por qué me dijo eso?... ¿Por qué?
Arriba, tan arriba, todavía está la luna casi oculta por un amanecer naranja. Y abajo, nosotros, dos peruanos de pie en una esquina de la Gran Vía, en el centro de Madrid.
PEPE PARA FUMAR
Una semana antes había contactado a Gonzalo Fernández, un entrañable amigo a quien le perdí el rastro cinco años atrás, cuando tomó la temeraria decisión de dejarlo todo en Lima para convertirse en un joven escritor latinoamericano en Madrid. La última noche de mi transcontinental y cortísimo viaje sería la ideal para vernos: la víspera de un viernes de feriado no laborable en España.
Gonzalo llegó a las 11 pm a mi hotel, el Tryp, acompañado de Macu, su novia.
—Para empezar la marcha, vamos al bar de Amenábar —me dice ella, sonriente, como encantada por la labor, encomendada por Gonzalo, de ser la guía de nuestro city tour nocturno.
En una de las esquinas de la Plaza de 2 de Mayo se encuentra el Pepe Botella, café bar preferido por los intelectuales de moda en la ciudad. Allí donde el cineasta Alejandro Amenábar escribió los guiones de Tesis y Abre los ojos.
—El Pepe es de los pocos locales bohemios en Madrid con WiFi. Aquí vienes con tu ordenador, te pides un café, unas tapas y te pasas la tarde navegando —me explica Macu mientras entramos.
—Sí, y por las noches se llena de gente y de humo, como ahora, sobre todo en las zonas más cercanas a la barra, las más concurridas. Cuando un escritor o un músico quiere hacerse notar, quiere que lo vean y que hablen de él, viene al Pepe. Me hace recordar harto al Juanito.
Nos sentamos en una de las mesas del fondo, donde el ambiente es algo más callado y sombrío.
—¿O sea que esto es el Barranco de Madrid? —pregunto.
—En efecto. El barrio de Malasaña, el más bohemio de la ciudad —sentencia Macu.
—¿Conoces Barranco? ¿Has estado en Lima entonces?
—No, nunca, fíjate. Lo sé por los escritos de Gonzalo.
Macu no termina de acomodarse un cigarrillo Parisiennes en los labios, y ya él ha colocado la pequeña flama a sus órdenes. Ella le agradece con una sonrisa, aspira con delicadeza y lanza un humo delgado, casi instantáneo.
—Es mi fan española —explica Gonzalo y expele una densa bocanada de humo con una voz carrasposa y ahogada, a 30 cajetillas de asemejarse por completo a la de El Padrino.
—Se fuma mucho en España, ¿no?
—Casi tanto como se respira, tío… —responde Macu—. ¿No te provoca uno? Coge los que quieras.
El mesero trae los pedidos. Para Macu, una clara, bebida de moda en Europa compuesta por gaseosa y cerveza de barril. Gonzalo y yo lo mismo: cerveza Amstel en botella. Y para picar, unas tapas de lomo de bacalao con pimiento verde y cayena.
—Aquí fumo mucho más que en el Perú. Cuando escribo, tengo que fumar —dice Gonzalo.
—¿Sigues escribiendo entonces?
(Fernández publicó en Lima, antes de partir a Europa, la visceral y prometedora novela Por favor, no empujen.)
—Claro que ha seguido escribiendo, así nos conocimos…. —Macu es interrumpida por la vibración de su celular—. ¿Hola?... ¿Hola? No escucho bien. Voy a la calle para contestarte, ¿vale?
Cuando ella sale, Gonzalo deja el cigarrillo en el cenicero y acerca su rostro al mío mientras abre cuanto puede sus ojos verdes.
—Carroñero, así se llama mi nueva novela.
BOTELLAS SIN LEY
Noe. Ese es el nombre de la amiga de Macu, quien la llamó para sumarse al grupo.
A unas cuantas cuadras del Pepe Botella, los tres caminamos por la calle La Palma, donde Macu me señala los bares de tapas, discotecas de música electrónica y tiendas de tatuajes, reciclaje y artesanías que se asentaron en la zona durante los 80. Luego doblamos por San Vicente de Ferrer y tomamos Corredora de San Pablo, que desemboca en la Plaza de San Idelfonso.
—¡Que donde se viene a meter esta tía! —exclama Macu, y una mujer nos saluda entre grupos de jóvenes reunidos en círculos, sentados en el asfalto, en medio de la plaza.
—Noe, te presento a un compatriota de Gonzalo. Este su primer Botellón.
—Joder, tía, otro peruano… ¿No te basta con uno? —pregunta Noe, risueña, mientras busca alguna botella llena entre las tantas vacías desperdigadas en el piso. Encuentra dos. Una para Gonzalo, una para mí.
—¿Sos peruano vos? —pregunta uno del grupo.
—Así como en Lima nunca falta un arequipeño, en Europa nunca dejarás de toparte con un argentino —interviene Gonzalo antes de echar una carcajada.
—Que soy uruguayo, tarado… Mucho gusto, me llamo Fermín. ¿Entonces, vos nos podés explicar qué es una pollada?
—Gonzalo lo explica al detalle en uno de sus cuentos. Cómo se nota que no lo lees —se ríe Macu, orgullosa.
—Quiero tomarles una foto —interrumpe Noe con una cámara en las manos, y todos nos abrazamos por unos instantes.
—¡La poli! —gritan por allí.
Los vecinos de Malasaña, los que sí duermen, han llamado a la policía para disolver a esa reunión espontánea y masiva de jóvenes, tan típicas de las noches españolas.
UN RIBERA CON RACHEL
Macu, Noe y Fermín se pierden entre la multitud apenas se escuchan las bocinas y la llegada de las tanquetas. Gonzalo y yo corremos por calle Espíritu Santo hasta entrar a La Dominga, un bar de tapas.
Gonzalo revisa su celular. Macu le ha enviado un mensaje de texto.
—Las chicas y Fermín están en un bar, en Chueca, el barrio gay de Madrid. ¿Te parece si nos encontramos con ellos después? Odio esa mariconada…
—Claro, no hay problema —contesto mientras nos mantenemos en pie junto a la barra. El lugar está repleto.
—¡Una botella de Ribera del Duero y una fuente de patatas bravas, por favor! —grita Gonzalo—. Te va a encantar este vino, hermano, es de Compostela.
—Aquí escribo, por las tardes, luego del trabajo —continúa—. Y dime, ahora que estamos solos, ¿cómo está Lima?
—No sé, igual.
—¿Cómo que igual? —Gonzalo me mira como cuando me reveló el nombre de su novela, como cuando discutíamos sobre técnicas narrativas en esas tardes sin tiempo, como cuando éramos jóvenes.
—¿Cómo están las calles de Lima? ¿Cómo está el café Zeta? ¿Nuestros amigos?
Afuera comienza a llover. Una tormenta de ocaso.
—Todo ha cambiado desde que te fuiste, desde que nos abandonaste. La ciudad y nosotros.
—Could you pass me the salt, please? —me pregunta de pronto una mujer que en todo momento ha estado parada junto a nosotros, a mis espaldas, riendo con unas amigas.
Se la entrego y me quedo mirándola. Creo reconocerla.
—Oye, ¿esa no es Rachel Weisz?
—¿Quién?
—La de Constantine.
Gonzalo la observa como si fuera una botella vacía. Y me descifra:
—Recién te das cuenta de que estás en Europa… ¿no?
HUACHAFO MALONE’S
Seguimos caminamos, y de pronto comprendo por qué a la movida nocturna madrileña se le conoce como “la marcha”: junto a nosotros, hordas de seres entran y salen de bares, beben, ríen, gritan. Mientras esquivan los charcos de agua que ha dejado la lluvia, sus pasos remecen el piso adoquinado, como una marcha constante.
Abrimos las puertas corredizas, tipo Old West, del Molly Malone’s. El bar está casi vacío, solo algunos duermen en la barra.
—Ayer fue el Día de San Patricio. Los que ves son los irlandeses que siguen bebiendo —me explica Macu.
—¿Qué tal la pasaste en Chueca? —pregunta Gonzalo.
—Bien, todo bien. Fermín y Noe se quedaron bailando en una de esas discotecas pijas homo-hetero, de diseño.
—Hermano, aquí tienes que probar la que para mí es la mejor cerveza del mundo, la Guinness.
—¿Y ustedes qué tal? ¿De qué hablaron? —quiere saber Macu mientras su novio regresa de la barra con las tres copas sudando de espuma.
—De Lima, esa lejana ciudad gris.
—¿La de Vargas Llosa? —dice ella—. Esa es mi Lima, la de sus libros.
—¿Y cuál es tu Madrid, Gonzalo? —pregunto yo.
—Macu es mi Madrid.
—Ustedes los latinoamericanos son tan floridos.
—Tú eres mi España. Mi Europa entera.
—¡Qué huachafo eres! —exclamo.
Macu se acerca a Gonzalo y lo besa, muy despacio, mientras acaricia sus mejillas y su barba. Se muerde los labios por un instante. Y me mira:
—¿Qué significa “huachafo”?
—Señores, estamos por cerrar —interrumpe el único mozo en pie en el local—. ¿Queréis algo más?
—Ya me tengo que ir —Macu mira su reloj—. Son las seis menos cuarto. ¿Me pueden acompañar a buscar un taxi?
—Claro, cómo no. Gonzalo, ¿cuándo voy a poder leer tu novela?
—Pronto. Hay una editorial española interesada en publicarla.
—Entonces será cuando regrese a Madrid. Dentro de 1,000 años, tal vez.
—La leerás en Lima, hermano, en pocos meses. Porque voy a regresar, lo acabo de decidir.
Al escuchar esto, Macu mantiene un intrigante silencio durante nuestra última caminata. Hasta que se despide de Gonzalo.
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