Hotel Totora
PUNO. UROS Q’HANTATI, EL UNICO HOSPEDAJE FLOTANTE DEL MUNDO. Aquí, en una pequeñísima isla del lago Titicaca, no hay frigobar, televisores plasma ni LCD, tampoco Business Center, pero sus instalaciones son puro lujo artesanal, y su comida, tan autóctona como gourmet.
Por Rubén Barcelli
Tan solo luces lejanas que titilan en la noche.
La ciudad de Puno, allá, a lo lejos, vista desde el universo lacustre del altiplano, pierde total relevancia.
—A todos los que se hospedan aquí les pasa lo mismo —dice Wilbert Suaña, miembro de la comunidad Uro y uno de los propietarios del Uros Q’hantati—. Se quedan así como tú, mirando Puno.
De pronto, bombos y zampoñas suenan en una de las 36 islas flotantes de los Uros, perdida en la oscuridad. Se inician cantos aimaras.
—Están cantando para ti —Wilbert sonríe, como orgulloso—. Cada vez que un huésped llega de noche, jóvenes de otras islas cantan y cantan, para dar la bienvenida. Así te acompañan cuando duermes. Así te arrullan, amiguito.
En el exterior corren vientos helados de la cordillera, pero al cerrar la puerta de la habitación amplia, decorada con telares y artesanías aimaras, bajo las tres frazadas y el edredón, la noche es cálida y silenciosa. Cada vez que una gran embarcación pasa cerca de la isla, la cama se mueve suavemente, como una mecedora flotante. ¿Qué estará pasando allá afuera, en la realidad? Esta noche, es lo que menos importa.
En la mañana, luz. Delgadas ráfagas de sol se cuelan entre las paredes de totora. Dos cormoranes cacarean, puntualísimos, a las 6:30 de la mañana.
—Tenemos un gallo, pero se despierta a las 10 —comenta, risueña, Maribel Suaña mientras desayunamos.
El restaurante, como todos los ambientes del hotel, está hecho de totora, madera y nylon. La mesa está servida: huevos revueltos, queso serrano, mermelada, mantequilla, tostadas, queques y panes de los Uros; yogurt y mate de coca. Es tiempo de navegar.
—Anda, ponte esto —Maribel tiene en la mano un chullo y una chompa de yute con el cuello bordado y figuras aimaras en las mangas—. Para que te vistas igualito que el Wilbert.
Según la tradición Uro, cada generación debe implementar mejoras e innovaciones en la forma de navegar y construir las balsas y las islas. La última, la de Wilbert y Maribel, además de introducir el concepto de “turismo sostenible” en la comunidad, inventó la técnica de rellenar con botellas plásticas el interior de las balsas. Así favorecen la navegación e incentivan el reciclaje.
Apenas llegamos a los totorales, entre embarcaciones repletas de turistas, Wilbert lanza las redes y la amarra a las cañas.
—Hay que esperar a que piquen —advierte Wilbert, mientras vuelve a remar para adentrarnos a un punto espeso de cañas de totora donde no se divisa el horizonte. Entonces busca en la balsa un palo largo que lleva un cuchillo amarrado en uno de los extremos. Se arrodilla y corta la totora desde la raíz con un movimiento pendular.
—Prueba tú. Parece fácil… ¡pero cansa un montón!—. Tiene razón.
A la salida del totoral, comenzamos a recoger las redes. Dos truchas y un pejerrey luchan por desprenderse de los anzuelos. También un carachi, pero en vez colocarlo, como a los otros, en una pequeña vasija de arcilla llena de agua, Wilbert lo regresa al mar.
—Casi no quedan peces nativos —explica mientras un ave, el zambullidor del Titicaca, aparece y desaparece del lago a pocos metros—. Los peces que introdujeron en el lago en los 80, como la trucha y el pejerrey, se los comieron a todos, o al menos a casi todos. Por eso, al carachi, al mauri y al ispi ya no los comemos.
De regreso, alrededor de 20 turistas recorren la isla. Algunos se interesan por las artesanías que ofrecen las cinco familias propietarias del hotel, otros suben al mirador: quieren ver qué tan grande es este paraíso altiplánico.
Los barcos con turistas desaparecen de los Uros por la tarde. Es hora de almorzar: crema de choclo, trucha con quinito —quinua, queso, zanahorias y alverjas— y raviolitos de mango a la salsa inglesa. Al terminar, Maribel pregunta:
—¿Y tú por quién vas a votar, amiguito? ¿Por Keiko o por Ollanta?
—¿Esa es la hija de Fujimori? —pregunta Agustín, un huésped argentino. Los anfitriones asienten con la cabeza.
—Fujimori nos trajo los paneles solares, los baños ecológicos, el agua caliente y nos puso la escuela en los Uros —dice Wilbert.
—¡Pero Ollanta es del pueblo! —replica Maribel.
—Cualquiera, menos Toledo o Alan. Durante los últimos años, el Inrena nos molesta. Una vez hasta nos quisieron cobrar S/. 0.30 céntimos por cada caña de totora que cortáramos del lago. Como si les costara, como si no brotara natural del lago —continúa Maribel.
—Ahora nos han dicho que si el lago se convierte en maravilla natural, nos van a desalojar. Tú, que eres periodista, ayúdanos, amiguito —dice Wilbert.
—Eh…qué jodido, che —interviene Agustín—. Tenemos que hacer una cruzada internacional. Apenas llegue a Buenos Aires voy a abrir un blog para impedir este atropello.
—¡Sí! ¡Hay que invitar a todos nuestros amigos! —Maribel sale del restaurante y regresa a los segundos con dos cuadernos repletos de agradecimientos de sus huéspedes de todo el mundo.
—Desde hace cinco años, cuando empezamos este proyecto, los turistas han venido hasta de luna de miel. Otros han llegado por una noche y se han quedado 12 días. Y a todos les cantamos. ¿Quieren que les cantemos?
Maribel y Wilbert llaman a sus hijos José y Pablo, que antes estuvieron correteando por la isla. La familia Suaña se abraza. Tengo mi isla chiquita y bonita... Yo soy la hija del altiplano descendiente de Manco Cápac, sin saber leer vivo en los totorales, sin saber la educación quiero ir a la escuela... Sobre las aguas y las totoras paso mi vida siempre alegre. Lago Titicaca, la cuna de nuestros padres”, cantan primero en aimara, luego en castellano, inglés, francés y japonés, siempre riendo, mientras atardece en el hotel de totora.
Por Rubén Barcelli
Tan solo luces lejanas que titilan en la noche.
La ciudad de Puno, allá, a lo lejos, vista desde el universo lacustre del altiplano, pierde total relevancia.
—A todos los que se hospedan aquí les pasa lo mismo —dice Wilbert Suaña, miembro de la comunidad Uro y uno de los propietarios del Uros Q’hantati—. Se quedan así como tú, mirando Puno.
De pronto, bombos y zampoñas suenan en una de las 36 islas flotantes de los Uros, perdida en la oscuridad. Se inician cantos aimaras.
—Están cantando para ti —Wilbert sonríe, como orgulloso—. Cada vez que un huésped llega de noche, jóvenes de otras islas cantan y cantan, para dar la bienvenida. Así te acompañan cuando duermes. Así te arrullan, amiguito.
En el exterior corren vientos helados de la cordillera, pero al cerrar la puerta de la habitación amplia, decorada con telares y artesanías aimaras, bajo las tres frazadas y el edredón, la noche es cálida y silenciosa. Cada vez que una gran embarcación pasa cerca de la isla, la cama se mueve suavemente, como una mecedora flotante. ¿Qué estará pasando allá afuera, en la realidad? Esta noche, es lo que menos importa.
En la mañana, luz. Delgadas ráfagas de sol se cuelan entre las paredes de totora. Dos cormoranes cacarean, puntualísimos, a las 6:30 de la mañana.
—Tenemos un gallo, pero se despierta a las 10 —comenta, risueña, Maribel Suaña mientras desayunamos.
El restaurante, como todos los ambientes del hotel, está hecho de totora, madera y nylon. La mesa está servida: huevos revueltos, queso serrano, mermelada, mantequilla, tostadas, queques y panes de los Uros; yogurt y mate de coca. Es tiempo de navegar.
—Anda, ponte esto —Maribel tiene en la mano un chullo y una chompa de yute con el cuello bordado y figuras aimaras en las mangas—. Para que te vistas igualito que el Wilbert.
Según la tradición Uro, cada generación debe implementar mejoras e innovaciones en la forma de navegar y construir las balsas y las islas. La última, la de Wilbert y Maribel, además de introducir el concepto de “turismo sostenible” en la comunidad, inventó la técnica de rellenar con botellas plásticas el interior de las balsas. Así favorecen la navegación e incentivan el reciclaje.
Apenas llegamos a los totorales, entre embarcaciones repletas de turistas, Wilbert lanza las redes y la amarra a las cañas.
—Hay que esperar a que piquen —advierte Wilbert, mientras vuelve a remar para adentrarnos a un punto espeso de cañas de totora donde no se divisa el horizonte. Entonces busca en la balsa un palo largo que lleva un cuchillo amarrado en uno de los extremos. Se arrodilla y corta la totora desde la raíz con un movimiento pendular.
—Prueba tú. Parece fácil… ¡pero cansa un montón!—. Tiene razón.
A la salida del totoral, comenzamos a recoger las redes. Dos truchas y un pejerrey luchan por desprenderse de los anzuelos. También un carachi, pero en vez colocarlo, como a los otros, en una pequeña vasija de arcilla llena de agua, Wilbert lo regresa al mar.
—Casi no quedan peces nativos —explica mientras un ave, el zambullidor del Titicaca, aparece y desaparece del lago a pocos metros—. Los peces que introdujeron en el lago en los 80, como la trucha y el pejerrey, se los comieron a todos, o al menos a casi todos. Por eso, al carachi, al mauri y al ispi ya no los comemos.
De regreso, alrededor de 20 turistas recorren la isla. Algunos se interesan por las artesanías que ofrecen las cinco familias propietarias del hotel, otros suben al mirador: quieren ver qué tan grande es este paraíso altiplánico.
Los barcos con turistas desaparecen de los Uros por la tarde. Es hora de almorzar: crema de choclo, trucha con quinito —quinua, queso, zanahorias y alverjas— y raviolitos de mango a la salsa inglesa. Al terminar, Maribel pregunta:
—¿Y tú por quién vas a votar, amiguito? ¿Por Keiko o por Ollanta?
—¿Esa es la hija de Fujimori? —pregunta Agustín, un huésped argentino. Los anfitriones asienten con la cabeza.
—Fujimori nos trajo los paneles solares, los baños ecológicos, el agua caliente y nos puso la escuela en los Uros —dice Wilbert.
—¡Pero Ollanta es del pueblo! —replica Maribel.
—Cualquiera, menos Toledo o Alan. Durante los últimos años, el Inrena nos molesta. Una vez hasta nos quisieron cobrar S/. 0.30 céntimos por cada caña de totora que cortáramos del lago. Como si les costara, como si no brotara natural del lago —continúa Maribel.
—Ahora nos han dicho que si el lago se convierte en maravilla natural, nos van a desalojar. Tú, que eres periodista, ayúdanos, amiguito —dice Wilbert.
—Eh…qué jodido, che —interviene Agustín—. Tenemos que hacer una cruzada internacional. Apenas llegue a Buenos Aires voy a abrir un blog para impedir este atropello.
—¡Sí! ¡Hay que invitar a todos nuestros amigos! —Maribel sale del restaurante y regresa a los segundos con dos cuadernos repletos de agradecimientos de sus huéspedes de todo el mundo.
—Desde hace cinco años, cuando empezamos este proyecto, los turistas han venido hasta de luna de miel. Otros han llegado por una noche y se han quedado 12 días. Y a todos les cantamos. ¿Quieren que les cantemos?
Maribel y Wilbert llaman a sus hijos José y Pablo, que antes estuvieron correteando por la isla. La familia Suaña se abraza. Tengo mi isla chiquita y bonita... Yo soy la hija del altiplano descendiente de Manco Cápac, sin saber leer vivo en los totorales, sin saber la educación quiero ir a la escuela... Sobre las aguas y las totoras paso mi vida siempre alegre. Lago Titicaca, la cuna de nuestros padres”, cantan primero en aimara, luego en castellano, inglés, francés y japonés, siempre riendo, mientras atardece en el hotel de totora.
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