Crónica. ANTONIO GÁLVEZ RONCEROS EN LA CAMPIÑA
Tanto
tiempo esperé para entrevistarlo. Desde aquellas vacaciones en Ocucaje. Era
1995. Me hospedé en una hacienda que se caía a pedazos, en medio del desierto,
y la vista solo alcanzaba, en los cuatro costados, montañas terrosas y viñedos
sin vida bajo un sol que no dejaba de arder. En una de las habitaciones me
intrigó un alto estante con libros muy antiguos, enlomados, de tapas duras y
cubiertos de polvo, colocados de forma tan desordenada que en cualquier momento
podrían caer al piso. Uno de ellos, un ejemplar ajado de Los ermitaños, yacía oculto en ese caos. Una década después
entrevisté al autor de aquel libro entrañable. En el escritorio que ocupaba
como editor de una revista semanal de política y actualidad, una mañana apareció
un ejemplar de aquel libro (reedición a cargo del Instituto Nacional de
Cultura) acompañado de una nota de prensa que pedía a los medios de
comunicación darle difusión a aquella obra tan valiosa de la literatura
peruana. Estábamos al borde del cierre de edición, debía darme prisa. Los
teléfonos de contacto del jefe de prensa del INC aparecían al final de la nota,
pero era un viernes feriado. Llamé a mis contactos: una amiga mía, gerente de
una editora de libros, conocía a la hija de Antonio Gálvez Ronceros. Ella misma
coordinó la entrevista para el día siguiente al mediodía. Todo estaba listo.
Una
llamada me despertó:
-Oye
tú, ¿qué te pasa?
-¿Sandra?
-¡Te
quedaste dormido!
Me
levanté de la cama de un brinco.
-¡Sí!…
-Baboso,
el señor te está esperando y a mí me estás haciendo quedar pésimo.
Sobreponiéndome
a las legañas, logré leer el reloj de pared de mi cuarto.
-Pucha,
Sandra, ya fue, son las 12 y media… así vuele hasta allá voy a llegar casi a
las 2 de la tarde. Es en Surco, al fondo, recuerda que estoy en Pueblo Libre,
ya la cagué.
-No
pasa nada, mira: voy a llamar diciendo que has tenido un pequeño retraso y que
llegarás a las 2 y 15, y cuando me diga: “pero si lo estoy esperando desde las
12”, le voy a decir “don Antonio, quedamos para las dos de la tarde, no para
las 12, ¿no se acuerda?”… ¿Manyas?
-Chata,
eres genial.
-Lo
sé, tú anda para allá nomás… ¡y apúrate!
Sandra
me llamó de nuevo cuando estaba en el taxi. Mabel, la hija del escritor, le
contó que su padre ni se inmutó por el cambio de hora de la entrevista. Como si
no hubiera escuchado nada, continuó esperándome sentado en la sala de su casa,
donde conversaría conmigo minutos más tarde, manteniendo un apacible silencio
mientras su almuerzo se enfriaba en el comedor. Lo imaginé entonces mirando
hacia la nada, pensando algo que solo él sabía. Ese “algo”, supuse, debía ser
bastante interesante y a la vez muy complejo. Esa fue mi primera pregunta:
-¿Qué
trama usted?
-Discúlpeme…
-En
su cabeza, ¿qué estaba creando mientras me esperaba?
Don
Antonio sonríe y busca con la mirada a su hija, quien se escabulle hacia la
cocina.
-Una
historia, un cuento, probablemente.
-¿Y
su máquina de escribir? ¿Sus apuntes? Los debe tener por aquí, ¿me permite
verlos?
Antonio
sonríe nuevamente.
-Hijo,
una cosa es escribir. Otra, redactar. La segunda es subsidiaria de la primera.
Aquella
respuesta me noqueó. Intenté balbucear una nueva pregunta, pero el escritor me
interrumpió amablemente.
-Las
historias se escriben en la mente, se piensan una y mil veces. Cuando están
terminadas… perdón, cuando uno siente que están terminadas, recién a partir de
ese momento se redactan en el papel.
-Usted
debe tener una memoria estupenda.
-No
lo sé, tal vez… eso es lo que te da la campiña.
-¿La
campiña?
-¿Has
estado en el campo alguna vez?… Mira, el campo está dividido en dos: latifundio
y campiña. El latifundio es un lugar frío y alejado, triste, ubicado
normalmente en las alturas… las grandes extensiones de cultivo ensombrecen el
panorama dando una sensación de desolación y desamparo. Por el contrario, la
campiña está muy cerca de la ciudad, el paisaje es reconfortante, el polvo de
los caminos no se percibe por la presencia de la hojarasca. Hay una sensación
de frescor aunque el sol esté alumbrando fuertemente. A ambos lados de los
caminos están las casas de los campesinos con huertos que alegran el paisaje.
Allí aprendí a escribir historias en mi cabeza, sin papel ni lápiz, el
horizonte era mi página en blanco.
Recordé,
al instante, el sol calentándome el rostro, el sonido del viento remeciendo los
arbustos. Ese mismo viento que, de cuando en cuando, levantaba la tierra y las
hojas y las hacía girar como un remolino. Y recordé la hacienda, la hamaca de
la terraza y ese pequeño y delgado libro que me acompañaba hasta quedarme
dormido mientras el sol moría en la inmensidad del desierto; recordé la
soledad.
-La
primera vez que leí su libro fue en Ocucaje, en Ica.
-Ah
ya, pues, Ocucaje es campiña. En la campiña, cuando oscurece, se siente en todo
momento el agudo frío de las noches de provincia, es una atmósfera enigmática.
Busco
en el libro el inicio del cuento “Sombreros”, y se lo entrego. El autor concede
con un gesto servicial; entona con una calma imperturbable:
-“El
viento leve del norte sopla la niebla hacia la ciudad: despunta ya la
profundidad fría de las noches de junio. Castañean los dientes; tiemblan las
palabras, se quiebran; y la tertulia callejera y la de los bares se apagan. Hay
luego un tránsito apurado de cuerpos rígidos, que acaba prontamente tras el
cierre asustadizo de puertas y ventanas. La ciudad se desampara.”
-En
este, como en otros cuentos, hay una muda de narrador.
-Sí,
de uno omnipresente paso a uno testimonial. Pero, en realidad, no es un cambio,
es solo un efecto. El narrador siempre estuvo en primera persona, solo parece
que hablara en tercera. Utilizo varias técnicas narrativas propias de la
literatura moderna. Son estrategias para potenciar las historias y mantener
cautivo al lector.
-Como
también hay palabras, jergas, propias del habla popular del campo.
-La
mayoría de esas palabras no existe.
-No
entiendo.
-Dentro
de ese universo establezco el poder de persuasión de la obra a partir de la
invención lingüística. En momentos medulares de la trama inserto una fisonomía
propia a partir del nivel de habla específica del campesino de la campiña. No
me limito a reproducir el lenguaje como un lingüista; encuentro la clave que da
vida a esta modalidad de habla. Así, creo un discurso que da la sensación de
autenticidad porque está dentro de la potencialidad que tiene esta forma de
expresión.
Busca
unas páginas más allá, y entona nuevamente:
“En
los años que llevo aquí, ni por el borde he visto un tiempo serenito. La mitad
del año, frío; la otra mitad, calor. Un frío que se mete por los pelos como si
un muerto lo estuviera a uno manoseando y un calor que se pega en la cabeza
como si le aventaran un tizón de candela. ¡Frío y quemazón! Como si los dos
anduvieran todo el año aconchabados para joder a la gente.”
-Es
un mundo poco explorado por la literatura peruana hasta 1962, año en que se
publicó la primera edición de Los ermitaños.
Es la misma atmósfera que Monólogo desde
las tinieblas, su siguiente libro.
Mi
teléfono interrumpe su respuesta.
Era
el director de la revista, “¿dónde mierda estás?... cerramos a las seis de la
tarde con o sin ti”. Anuncié que debía irme de inmediato a redactar la
entrevista, pero don Antonio me pidió que espere un momento. Me dedicó el libro
y me dijo algo que no logro recordar. El tiempo y el limitado formato del papel
impreso solo me permitieron publicar una pequeña nota, a modo de reseña, sobre
la reedición de Los ermitaños,
acompañada de unas breves declaraciones del autor.
Hoy,
que han pasado ocho años desde aquella conversación, y casi dos décadas desde
la primera vez que leí el libro, publicar un texto digno de aquella
conversación fue para mí un tema pendiente. Si con este texto usted considera
que la deuda ha quedado saldada, al menos en parte, le ruego que conversemos
nuevamente; tengo muchas preguntas.
Esta
vez lo esperaré yo, don Antonio, escribiendo en la campiña.
[Lima, 2013. Publicada en la revista literaria Un vicio absurdo]
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